Los huérfanos de Cotagú y de Cotapa llorando sobre la leche derramada

El paulatino cierre por décadas de tambos chicos y medianos desemboca en la clausura de las cooperativas, insignias de la economía solidaria.
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De Cotagú la amistad, el encuentro, la rueda de mate; de Cotagú el amor por las cooperativas, que eran nuestras aunque pagaran un peso menos, convicción asumida a los tropiezos en una sociedad deformada en el individualismo y la competencia, y contra gobiernos que reservan su mejor sonrisa para la sociedad anónima.
Toda nuestra infancia y adolescencia giró en torno de la Cooperativa Tambera Gualeguaychú, la querida Cotagú que hoy estamos velando. Es de imaginar nuestra pesadumbre.
De Cotagú nuestras botas de goma, nuestras capas en madrugadas de tormenta, nuestros conocimientos del oficio desde gurises; y las botas, las capas, el oficio de nuestros hermanos, primos, primas, vecinas, vecinos.
Con el tiempo supimos historias de Cotapa en Paraná y aledaños, principalmente a través de Pedro Aguer, y las hicimos propias. Por eso hablaremos de nuestra relación con Cotagú pero esa experiencia abraza dos de las empresas sociales entrerrianas alabadas por la Constitución y destruidas mediante su incumplimiento hecho rutina.
La Rastacuera
La musculosa economía concentrada, que ha dado gritos de victoria en estos lustros (sea en la banca y las tierras como en las patentes, los insumos y el comercio), acaba de asestar un cross de derecha a las cooperativas tamberas entrerrianas.
No por previsto y pronosticado menos lamentable el resultado de las políticas de Estado en el país y la provincia. Políticas que no solo dependen de leyes y reglamentaciones de los ministerios, sino principalmente de la educación pública, indiferente a las cooperativas.
De Cotagú eran los tachos de aluminio, las semillas, las tecnologías de innovación, el inseminador montado en un Citroën todo terreno para mejorar el plantel, el ingeniero agrónomo de pata al suelo para asegurar las pasturas e incorporar hierbas desconocidas.
De Cotagú los implementos del ordeñe, las cremas para la salud de las vacas y las curaciones, y hasta un libro con nombres propios sugeridos para las lecheras: Rastacuera, Proserpina, aparte de los que salían a primera vista (Guampa suelta, Negra, Blanca, Petisa, Colorada). Pero de Cotagú, principalmente, el orgullito manso de sentirnos en familia con la vecindad, de compartir austeridades, y la excusa para el encuentro, cada mañana, con el sol apenas asomando o a oscuras, para entregar los tachos rebosantes con el fruto de la jornada y detenernos un rato en el humor y los sucedidos.
Ricos de fiesta
La vida en la chacra no es mejor ni peor que en las urbes. Es sencillamente distinta. Y si hay un rubro que arraiga es el tambo. Pero los gobiernos se empecinaron, sucesivamente, en matar los tambos, matar el trabajo y expulsar a las familias. La concentración de la propiedad y del uso de la tierra no es casual, la economía de escala no es casual, todo ha sido pensado y ejecutado puntillosamente en Entre Ríos por gobiernos de distintos signos, hermanados en el sistema de destierro que lleva décadas y rige hoy.
Dirigentes de la democracia o del poder de facto sumados a la burocracia sindical que es norma, y como si fuera poco, una masa de cooperativistas de angaú, de mentiritas, todo para formar la tormenta perfecta que arrasó con nuestros sueños y está diciéndonos que el poder se hace en la Constitución.
Todos los halagos para la Constitución del 33, y lo mismo para la de 2008, se chocan con la verdad: el pueblo está velando a Cotapa y a Cotagú, y a los responsables de este desatino no se les cae un pelo.
El artista Miguel Ángel Martínez diría, con razón: «Es el capitalismo, es el imperialismo capitalista», en resumidas cuentas. Por eso no nos rasgamos las vestiduras: este es el sistema, y el cooperativismo apenas sobrevive. Se pinta de sociedad anónima o camina a los tumbos, mendigando y callando para congraciarse con el verdugo que cada tanto le tira un subsidio y se saca dos fotos.
¿Cómo le ha ido a Walmart en estos tiempos? ¿Y a Carrefour? ¿Y a los Eskenazi con los bancos privatizados y la concesión extendida sin consulta a nadie? ¿Cómo les ha ido a Monsanto y Bayer y Cargill? ¿Y los terratenientes se fundieron?
Preguntas retóricas: la muerte de tambos chicos y el cierre de los supermercados locales en manos de los híper y las cadenas fueron anticipando la agonía de las cooperativas. Nadie ignoraba que se venía la noche.
«Más claro echale agua»: vida a las multinacionales, muerte a las cooperativas. Todo al ritmo de los que se llenan la boca de «pueblo» y «patria» y «justicia social». Y no son los primeros farsantes que se ordeñan el país.
Digna austeridad
Del ordeñar temprano al doble ordeñe, eso aprendimos en Cotagú; aprendimos del destete precoz y del boyero para el pastoreo rotativo, que permite cuidar el suelo y los pastos tiernos. Eran tecnologías novedosas entonces que llegaban a los chacareros, a nuestras familias agarradas de lo que había para no ser voladas por el ventarrón expulsor. Así incorporábamos al bagaje de conocimientos tradicionales las innovaciones de la universidad. En una década salíamos expertos en el oficio, jóvenes y viejos, pero el sistema no se aguanta esas incipientes autonomías, el sistema nos precisa atados, nos quiere servidumbre. Y así fue que los planes económicos atacaron por varios flancos esa comunión hasta hacerla inviable.
Hace décadas que denunciamos en Entre Ríos la ausencia de educación cooperativa, el incumplimiento de las leyes, las desventajas de las cooperativas, y aquí están los resultados de la desidia, o mejor: de la determinación en contra de la economía solidaria.
No es casual que con la muerte de los tambos chicos y tantas actividades similares, con la destrucción de los trabajos del arraigo, crecieran las villas de los desterrados y se consolidara el hacinamiento de millones que los planes sociales y los comedores comunitarios tratan de contener en el país, para evitar la explosión. La relación es directa, solo hay que saber mirar.
Nosotros, los hijos de una Cotagú de tiempos austeros, tiempos siempre mezquinos pero cooperativos, hoy nos vemos las caras no en la fiesta anual sino en el sepelio.
Con el paso de las décadas, en vez de una Cotagú y una Cotapa debiéramos contar diez similares, y esas mismas industrias duplicadas, y en cambio nos preparamos para la sepultura de nuestras madres.
Aprendizajes
Con Cotagú aprendimos de avenas, de praderas perennes, silos, lotus, tréboles, festuca y otras hierbas formando un colchón que se convertiría en leche, en una época en que la alfalfa había caído en desgracia. Aprendimos a conocer mejor el suelo (no tanto a la Pachamama porque eso vienen por otras vertientes), los aspectos diversos de la producción de alimentos, y llegamos a tener grupo electrógeno, ordeñadora mecánica y enfriadora para preservar la calidad (la electrificación no llegaba al campo cuando en el campo había habitantes). Cada peso que entraba era invertido en producción. Los tamberos no teníamos vacaciones y esas cosas, pero tampoco nos privábamos de los encuentros propios de la vecindad, la guitarra, la pelota, las destrezas criollas, la cooperadora de la escuela.
Las mujeres y hombres del tambo más chico sabían de pastoreo y raciones, de equilibrio entre forrajes y granos, y nos prestábamos las herramientas entre los vecinos para todo.
A los 14 o 15 años, algún curso de la Federación Agraria Argentina que promovía entonces la agrupación juvenil en tiempo de Humberto Volando. (No es necesario explicar la diferencia).
El tambero con diez vacas más en ordeñe se levantaba antes de las 4 de la mañana, y por ahí se daba la sana competencia por las madrugadas, con un sapucay de lejos, para templar el ánimo de los jóvenes y enfrentar con alegría las heladas.
Después de las 7, era juntarse en el camino, cada cual con su carro, sus tachos, tres, cinco, diez quizá porque en la primavera fluye la leche que el invierno mezquina. Y enseguida, prepararnos para el colegio.
A lo oscuro a veces, nos conocíamos por un chiflido. Patricio Maciel se presentaba con un chiste, el Pocho Andreatta con su pregunta medio retórica que era un clásico: «¿y qué irá a hacer el tiempito?»
Aulas, fútbol, viajes en grupo, a caballo, en sulky, y a la tarde esperar al ingeniero agrónomo, el joven Eduardo Almeida, a quien apreciábamos por su generosidad con los conocimientos, su respeto, su sentido común, y además porque era el hijo del profesor Manuel Almeida, famoso por sus afanes en la paleontología. Fue tan bella nuestra relación luego con Manuel, en Gualeguaychú, que años después publicamos una novela basada en la familia Almeida que titulamos Si dijeras Gondwana. ¿No cultivó Cotagú también esa sintonía? ¿Y la relación de nuestros padres con el abogado de la cooperativa y a la vez director del diario El Día, Chichito Lapalma, que aceitó nuestras primeras incursiones (ad honorem) en el periodismo?
En unos troncos
Recordamos ciertos encuentros con paisanos sentados en unos troncos para hablar de las ventajas del cooperativismo, de formar un polo lechero en la zona de Pehuajó, Larroque, Irazusta, Colonia Stauber, en fin. Ahora quedan dos o tres tambos chicos, poco más. Casi todo es historia, las colonias son pueblos fantasmas, las casas de campo, taperas. Pero esto no es novedad: ha sido denunciado y analizado por décadas, ¿no bastaron las luces rojas de alerta para prevenir lo que pasaría con Cotapa y Cotagú? ¿En qué nube de gas vivimos?
Hoy las cosas están muy claras. Los bancos del pueblo en manos privadas, los ferrocarriles del pueblo en manos privadas o clausurados, el comercio en manos de las multinacionales, los campesinos expulsados, las cooperativas Cotapa y Cotagú fundidas, tamberos dispersos, obreros en la calle. ¿Qué falta para darnos cuenta de qué se trata?
Cotagú concentró todos los años de mi niñez y mi adolescencia. Cosas parecidas podrían contar miles en Gualeguaychú y aledaños. En pocos años nos hacíamos finos trabajadores de la chacra, en el cuidado de las vacas y los terneros, la alimentación, las herramientas, y era motivo de conversación entre las familias el asunto de la calidad de la leche, el costo de los alimentos, el debate en una asamblea.
Los grandes
Nuestro padre fue un tambero chico, y sin embargo participó del Consejo de administración de Cotagú y su voz tenía un sentido.
Nos viene a la memoria una discusión que se armó en la mesa en una cena familiar, cuando volvió de Gualeguaychú con la noticia de que un tambero grande, además de la bonificación por la calidad (grasa butirosa) y mejoras en el trabajo (que era una marca de Cotagú), pretendía un adicional por cantidad. Si bien eso iba en contra de los principios cooperativos, en el Consejo querían retenerlo porque esos litros garantizaban a la cooperativa un salto en la industria y alguna exportación, de modo que beneficiaban a todos. Tema harto delicado. Los tamberos teníamos dudas. Sabíamos que el reclamo del Fulano era un apriete. Ahora no recordamos el resultado (entonces tendríamos 12 años, no sé), pero miremos la paradoja: esta semana, cuando Cotagú clausuró sus puertas después de medio siglo de servicios, el que determinó el quiebre fue un tambero grande, de los pocos que le quedaban a la fábrica. Al concentrar casi la totalidad del ingreso diario de materia prima, y sin respuestas de la cooperativa, su decisión de mudarse a otra empresa le puso el candado.
Ahora, ¿cuál es la novedad? Hace dos y más décadas que por distintas vías venimos sabiendo y denunciando la destrucción del campesinado tambero. La lechería concentrada en pocas manos está lejos de aquellas asambleas con paisanos sentados en tronquitos, que decíamos. Eso es obvio. La agonía fue lenta y podía haberse revertido.
Ya en un plano inclinado, poco a poco el Consejo de Administración fue abandonando sus responsabilidades en manos de gerentes sucesivos, algunos sin historia; los protagonistas olieron la agonía y no pocos hicieron las del carancho, mal que nos pese. Los tamberos chicos y los obreros perdieron el control y la relación. Solo había que esperar que el desangre surtiera efecto. Hoy se habla de tantas miserias que preferimos, en este velorio, guardarnos detalles de la agonía.
Los gobiernos de la nación y la provincia son responsables del auge de las multinacionales y la muerte de las cooperativas. Se han llenado la boca de cooperativismo y economía social, al tiempo que destruían nuestras pymes. Y los «cooperativistas», bien escrito, entre comillas, se fueron callando la boca aquí y allá. A propósito, ¿cómo anda la cooperativa de arroceros de Gualeguaychú? ¡Que lo digan!
Desde adentro
Adentro se escucha que la situación de la cooperativa era «una bomba de tiempo». Hace más de 20 años quedó a punto de desaparecer en negocios con Milkaut. Se conocen crisis en 2006, en 2008, y durante este último lustro cada año traía una pesadilla que los gerentes trataban de disimular.
Las empresas lácteas cercanas que hicieron negocios de exportación se llevaron algunos tamberos, y los mismos chacareros dejaron de creer en la cooperativa.
Hoy, gran parte de la fábrica es obsoleta. Le quedan algunas máquinas nuevas, pero estamos lejos de los tiempos en que los quesos, yogures, manteca, crema, leches y otros derivados del tambo se codeaban con los mejores, y eran buscados por su calidad.
El deterioro paulatino fue generando en la misma población de Gualeguaychú algunas prevenciones en torno del manejo de fondos en la cooperativa, todo lo contrario al prestigio de los tiempos de los Garrigue y los Ronconi. Y en la crisis prolongada se alzaron voces acusatorias. Unos dicen «coimas», otros dicen «boicot», otros «desmanejos, desidia». No sabemos si la Justicia misma logrará desentrañar los pormenores de la caída.
Sin autocrítica
Hemos matado a Cotagú como antes matamos a Cotapa. Cooperativistas, sindicalistas, políticos, economistas, constituyentes, ¿nadie se hace cargo de esta derrota?
«Necesitamos más pymes y más emprendedores, por eso nos comprometemos a ayudarlos a crecer», decía el presidente Mauricio Macri mientras le colocábamos una mortaja a Cotagú. «Se trata de generar en cada una de las ciudades entrerrianas mayor valor agregado de la producción para que redunde en empleo y para que los jóvenes no tengan que emigrar de su lugar», manifestaba el gobernador Gustavo Bordet al tiempo que escuchaba los estertores de la cooperativa Cotagú. Promesas similares de los De Ángeli, los Schepens, los Schunk y otros tantos «vates» oficiales nos llevaría un tomo, mientras sepultamos hoy a Cotagú como ayer a Cotapa.
Habrá que ver qué sorpresa nos deparan los expertos en extender la agonía para seguir ellos en la cresta de la ola. En estos años, lograron en Cotagú que los trabajadores y los tamberos se distanciaran; sembraron la desconfianza entre los empleados de la planta industrial y los administrativos, y ya se habla de «fábrica recuperada». Hacemos votos por esa opción, pero no queremos engañarnos con barnices.
Cotagú y Cotapa no murieron por la ausencia del Estado, murieron por su presencia dirigida contra las cooperativas. Como no hay razones para creer en la bondad o el arrepentimiento de los verdugos, nos limitamos hoy a este réquiem, con la esperanza de que la mala leche de estos lustros sea en verdad una larga pesadilla y sobrevenga un amanecer con otros tamberos, mujeres y hombres que se pregunten, como el Pocho Andreatta, qué irá a hacer el tiempito.

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Así lo expresó Domingo Possetto, secretario de la seccional Rafaela, quien además, afirmó que a los productores «habitualmente los ignoran los gobiernos». Además, reconoció la labor de los empresarios de las firmas locales y aseguró que están «esperanzados» con la negociación entre SanCor y Adecoagro.

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