Argentina: “La #sojización deterioró el principal capital productivo”

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Diálogo Abierto: Julio Butus, ingeniero agrónomo. Hombre de campo. Lechería y concentración económica. “Un yuyo” que lo arrasa todo.
El ingeniero agrónomo Julio Butus ha dedicado su carrera profesional al asesoramiento de productores y a la docencia en la escuela agrotécnica Las Delicias –donde vivió hasta hace pocos días con su familia. Como especialista es autor de un trabajo –junto a su colega Walter Mancuso– sobre la utilización de pulpa de citrus para la alimentación de rodeos lecheros, sector productivo sobre el cual realizó un análisis de las transformaciones de los últimos años, al igual que sobre el proceso de sojización y sus consecuencias. La marca del campo —¿Dónde nació?
—En Paraná, a dos cuadras de la casa donde estamos viviendo actualmente, calles Scalabrini y (Martín de) Moussy, barrio Villa Almendral. —¿Hasta cuándo vivió allí?
—Durante la escuela primaria –que la hice en la escuela Estrada– y luego me fui al Liceo Militar General Belgrano –en Santa Fe, cuando se cruzaba en lancha. —¿Cómo era esta zona por entonces?
—Muy poco poblada; en esta casa donde estamos ahora era todo terreno baldío y campo. Un barrio muy tranquilo –como lo sigue siendo. Se llama villa Almendral porque eran terrenos de esa familia y quienes tenían las grandes tiendas. Hoy se lo conoce como barrio Thompson –por el balneario. El arroyo Las Viejas tenía agua totalmente transparente y nos bañábamos ahí. —¿Qué actividad laboral desarrollaban sus padres?
—Carnicería y verdulería. Mi papá falleció a los 39 años, cuando yo tenía 4 años y mi hermano uno. Mi mamá siguió al frente de la carnicería e hizo de padre y madre, y nos dio la posibilidad de estudiar, una gran luchadora. —¿A qué jugaba?
—En el campito jugábamos a la pelota, a la bolita, andábamos y corríamos en bicicleta, hacíamos volar la cometa en la barranca del río y nos bañábamos y pescábamos en Puerto Sánchez, conseguíamos pelotitas de golf del club, hacíamos los hoyos y jugábamos con palos de paraíso. No había riesgo de nada y vivíamos en la calle. —¿Travesuras?
—¡Oh! Lo que más hacíamos era jugar con la cometa y cortarle el hilo al de la otra; nos disfrazábamos para carnaval y salíamos de noche como mascaritas. —¿Alguna afición más o menos constante?
—Siempre me gustó el ciclismo y la natación incluso en la zona está Pepe Silva, que nadaba. Con él lo acompañábamos a Antonio Abertondo y (Pedro) Mojarrita Agüero que hacían permanencia atados de pies y manos en el puerto. La música ha sido una diversión, estudié acordeón y toqué un tiempo en el cuarteto de Ricardo Galván. Todavía la tengo y no falta ocasión de tocar. Comencé a estudiar cuando salíamos a los bailes de Universitario y de Cerrito, y después seguí solo. —¿Pensó ser profesional?
—No, lo hice en forma recreativa pero nunca lo dejé y siempre se arma algún bailecito. En los escenarios solo fue cuando anduve con Galván. —¿Qué idea se hacía sobre el centro de ciudad?
—Íbamos a hacer trámites y compras en las tiendas, porque acá no había nada salvo la carnicería y verdulería nuestra, y el almacén de Cuatrín –en frente. Sólo había tres teléfonos en el barrio y uno de ellos era el nuestro. El colectivo rojo llegaba hasta la escuela Estrada. Eran calles de tierra con mucha arena y no se hacía barro, así que se podía entrar cuando llovía. —¿Qué implicó la falta de su papá?
—Me tocó hacer de hijo y padre a la vez, y mi mamá hacía de madre y padre. Me ponía a la altura de las circunstancias para ayudarla. Nunca me pudo llevar a la escuela –ni siquiera el primer día– porque tenía que trabajar. Me fui con una vecina que llevaba a la hija. Cuando fui a inscribirme al liceo militar me acompañó un tío porque el negocio hay que atenderlo siempre. —¿Se salteó alguna etapa?
—No, si tuviera que comenzar de nuevo haría la misma trayectoria. Ha sido una vida de mucho esfuerzo y sacrificio. —¿Por qué estudio ingeniería agrónoma?
—Tenía un tío en el campo y siempre me gustó. Iba durante las vacaciones y le ayudaba en la cosecha y a trabajar con los animales. Cuando estuvo mi papá enfermo viví muchos meses en el campo, con mi abuelo y con mi tío. Tanto mi mamá como mi papá nacieron y se criaron en el campo, y luego vinieron acá. Entre las carreras que había en la región estaba ésta. Justo se había creado acá y comenzó a funcionar en la escuela Alberdi, y anduvimos por varios lugares hasta que finalmente se instaló en la actual facultad. —¿No pensó en ser militar?
—No me gusta el ser trasladado a otro destino en cada grado. No me gusta el cambio. Fijate que me instalé en la escuela Las Delicias y viví 27 años, y hoy me vine porque me jubilé. En el liceo terminé en el orden de mérito sexto y nunca tuve un día de arresto. Estudiar para la producción —¿Qué perfil tuvo la carrera cuando la cursó?
—Por lo que veo que está dando mi hijo ahora, es muy parecido, no ha cambiado demasiado. Aunque se actualiza según la demanda de la producción en cuanto al avance científico y tecnológico. Tienen más materias y hay optativas, mientras que antes no. —¿Observó algún contraste notable en cuanto a lo aprendido cuando se insertó en el sector productivo?
—Ya tenía el conocimiento de cómo es la idiosincrasia de la gente de campo y del productor de la zona, así que me resultó fácil insertarme en la profesión. Cuando uno quiere venir de la facultad a aplicar lisa y llanamente los conocimientos adquiridos en teoría –sin escuchar al productor– hay contrastes, pero yo me puse a la altura del productor, unificamos el lenguaje y los criterios, y tomamos una dirección en cuanto a lo que había que hacer para levantar los rendimientos, aplicando conocimientos de nutrición y tecnología de proceso en el caso de las vacas lecheras –que es lo que más trabajé de la mano de Nobel Babboni y Daniel Welschen con quienes estuve en la agencia del INTA. La gente necesita tomarle confianza al técnico y uno aportaba cosas simples –con el mismo costo– que estaban al alcance de ellos. —¿Por qué la decisión de irse a vivir a Las Delicias?
—Ya recibido comencé con un cargo de instructor en enero de 1982, estuve seis meses atendiendo el tambo y la parte de agricultura, renunció el ingeniero Navarro y me ascendieron. Luego gané una beca en el Inta y estuve en Reconquista durante seis meses, y luego tres años en Paraná. Terminé y me llamaron para cubrir el cargo de coordinador de actividades prácticas –para el cual era obligatorio vivir en la escuela– mientras que mi señora daba clases allí. En ese momento teníamos dos hijos y nos fuimos. —¿Cómo fue ese cambio?
—Duro porque no había teléfono, no tenía auto y la movilidad era bastante limitada. Si queríamos hablar por teléfono, teníamos que ir al pueblo –a tres kilómetros. Durante la semana había teléfono en la escuela pero tampoco se podía usar. —¿Toda la vida giraba en torno a la escuela?
—Sí, sí, mi hice cargo de la parte docente y productiva, y me desarrollé junto a ese grupo fantástico del personal y los alumnos. Es una actividad muy linda y es una gran familia. Fue el lugar donde trabajamos, educamos a centenares de chicos pero también nuestros cuatro hijos. —¿Nunca evaluaron irse?
—Nunca, y eso que me ofrecieron varias veces ser funcionario. Por un peso más o reconocimiento no valía la pena. —¿Qué es lo que más disfrutaba?
—El trabajo, que todos los años se lograra un poco más de eficiencia en lo productivo y que la escuela esté mejor. Cuando me volví del INTA –en 1987– la escuela producía entre 200 y 300 litros de leche, tenía muy poca pradera y la escuela estaba desprestigiada. Cuando se tiene una escuela que produce, el chico puede hacer la práctica profesionalizante en un esquema de la vida real. Siempre lo pusimos como objetivo, más allá de los cambios en los programas de estudio y en el perfil de la escuela. El empresario que le dará trabajo a un técnico industrial o agrotécnico de una escuela de nivel secundario demanda una persona bien formada técnicamente pero con habilidades y destrezas en lo operativo, conducir a los operarios y resolver cuestiones críticas en la situación de trabajo. Es una institución que tiene un costo muy elevado para el Estado, son 300 hectáreas y hay mucho equipamiento, por lo cual no puede estar improductiva. También siempre hicimos mucho hincapié con todo el personal en los valores éticos y morales, porque esa etapa es fundamental, y nos ha dado resultados en las dos generaciones que formamos. —¿Qué características presenta la docencia en un ámbito como el que me describe?
—La mayor fortaleza de una escuela agrotécnica es la formación integral del chico en cuanto a lo teórico y lo práctico. Tiene algunas dificultades en cuanto a que a veces se hace un trabajo en el día, tienen que participar todos los chicos, se suspenden las clases para eso y los docentes de las materias humanistas se perjudican. Se busca la interrelación entre los diferentes contenidos y asignaturas, y que el docente –por ejemplo– de Matemáticas, cuando se está haciendo una siembra calcule la densidad de semillas por metros cuadrados junto al docente de Agricultura. O aplicar el Teorema de Pitágoras cuando se hace un ensayo en la huerta. Complejidad y eficiencia —¿Qué grandes hitos marcaría en cuanto a lo acontecido en el sector productivo desde que se recibió hasta hoy?
—El gran desarrollo biotecnológico e informático. El ingeniero agrónomo que egresa actualmente tiene que estar preparado para trabajar en forma interdisciplinaria con otros profesionales tales como un biotecnólogo y un especialista en Informática, por lo que demanda la agricultura de precisión. Solo no está tan preparado para eso. En cuanto al mejoramiento genético, cuando yo estudiaba no había intervención en la cadena de cromosomas, mientras que hoy están los organismos genéticamente modificados. —¿Qué salto cuantitativo hubo en el sector de la lechería?
—Cuando la gente de los tambos comenzó a planificar las cadenas forrajeras y manejar la alimentación durante todo el año, vino el gran cambio. Fue de alto impacto físico y económico pero de poco costo, ya que es tecnología de proceso. Los tambos pasaron de producir entre los 12 y 15 litros a 22 o 23 actuales. Al lograr mejores resultados hubo mejoras en las instalaciones de ordeño, cambiaron sus herramientas y se modernizaron. También hay un fenómeno –que es mundial– de más producción con menos productores. El que no entró en esa variante, buscando el crecimiento, hoy no es sustentable, salvo que sea para la familia. Hoy con 1.500 litros no es sustentable y hay que estar entre 5.000 y 6.000 litros. —¿Quiénes pasaron a dominar este eslabón del mercado en función de dicho redimensionamiento?
—Sobre todo son empresarios que arman este tipo de nuevas estructuras, con una mentalidad muy empresarial y ya no del productor tambero de hace 25 años. Las mismas industrias –así como pasó con la avicultura– observan que estos tambos de en entre 800 y 1.000 litros –si un hijo de la actual generación no toma la posta– no pueden continuar ni contratar mano de obra. Entonces el industrial piensa en generar algunas estructuras productivas para reemplazarlos porque si no el problema llegará a la industria. —¿Alternativas para los pequeños productores?
—La forma asociativa de trabajo, que no es fácil por la idiosincrasia del productor y de la sociedad argentina, que es muy individualista. Pudimos conformar dos –el de Colonia Reffino y el de Antelo– a través de distintos programas, los cuales están vigentes. Cuestiones de la escala —¿Cuál fue la relación entre esa mayor producción y la distorsión o no de los precios?
—Para que tengas una idea: en 1991 los productores se quejaban por los precios. La leche valía 18 centavos más IVA –muchos eran monotributistas– y el litro de gas oíl valía 28 centavos, que fue el valor durante toda la convertibilidad. El que lograba escala y eficiencia, rápidamente salía adelante y le quedaba dinero para hacer inversiones y mejoras. Antes, durante el proceso inflacionario, la gente prácticamente no trabajaba y especulaba. El que se convenció de la estabilidad y apostó a ser eficiente y trabajar en escala –cuando el modelo asociativo fue exitoso– pudo crecer integrándose, y conseguir créditos. Con un litro de leche compraban casi un litro de gas oíl –cuyo consumo era importante porque no había siembra directa– mientras que hoy sería imposible, porque cuesta 13 pesos y un litro de leche –con IVA– 3,50 pesos. Necesita más de tres litros de leche para comprar un litro de combustible. ¡Y en aquel tiempo se quejaba la gente! Imaginate ahora. El que no se actualizó, desapareció. —¿En qué eslabón queda más rentabilidad?
—Pasa como con todas las cadenas de valor: los que más ganas son la intermediación. No es tanto la industria –nosotros en la escuela teníamos un 15 o 20 por ciento– y otro entre 20 y 25 por ciento para la producción primaria. Y luego está la parte de intermediación hasta que llega al consumidor. —¿Es compleja?
—Hay gente que compra el queso, lo almacena y acondiciona para que madure, y es capital que está inmovilizado por 30 o 40 días, con lo cual le aplican su costo. Cuando hay estabilidad no es problema pero cuando hay inflación, afecta en la rentabilidad de la intermediación. De ahí tiene que distribuirse a los negocios y mercados, y recién llega al público, y esta gente marca independientemente de cuál es la realidad del consumidor. —¿El productor forma precio?
—No, nunca, de ningún producto. El productor primario compra los insumos al valor que le establece el mercado y lo vende igualmente, no tiene otra forma. Dicen que hay que ponerle valor agregado en origen, pero no es tan fácil por la escala y porque hay que imponer una marca, salvo que sea un grupo que haga un estudio de mercado y sepa dónde ubicar el producto, y hay que hacer inversiones. O hacer productos gourmet y delicatessen, pero no es para todo el mundo. El productor no puede hacer todo porque no tiene estructura ni formación. Lo que corresponde es que cada eslabón de la cadena tenga una rentabilidad razonable como para poder vivir dignamente de lo que produce y que su negocio sea sostenible en el tiempo. El Estado podría corregirlo. —¿Distorsiones de otro sector?
—El productor de trigo tiene que arreglar a fin de año las cuentas de los insumos que sacó financiados cuando sembró en mayo, junio y julio, y tendrá que liquidar el trigo a un precio de 80 centavos. Cuando sembró valía 1,85 pesos. No le alcanza e inclusive perderá, no porque le fue mal sino por la distorsión de los precios relativos. Puede sostenerse quien tenga diversificada la producción con hacienda y leche, y tomar recursos de allí, guardar el trigo y no malvenderlo. Los pequeños productores agrícolas hoy están con la soga al cuello y habría que poner un precio sostén. Incluso llegó a costar 3.50 pesos, hace un año. Cuando le pagaron esto al productor, el pan costaba 20 pesos – y sigue al mismo valor– pero con un trigo de 80 centavos. O sea que el pan debiera valer $ 5. ¿Por qué cuesta 20 pesos, aunque obviamente hay otros insumos? —¿Qué radiografía presenta hoy el sector lechero tras el proceso que me describió?
—No tengo estadísticas pero hablo con un montón de colegas y está a la vista de todo el mundo; ha quedado mucha gente en el camino y obedece a eso. Es lo que se ve en la región y en el país: el que no crece en la escala y mejora la eficiencia, desaparece. Destruyendo el suelo —¿Los pro y los contra de la sojización?
—En primer lugar, el monocultivo de la soja produjo un gran deterioro de los suelos, que es el recurso más importante que tiene la Argentina para producir. Si se miran los resultados de los últimos años, los rendimientos decayeron porque la soja perdió rentabilidad, lo cual está corroborado por la disminución en la venta de fertilizantes. Igualmente el control de malezas se tiene que hacer pero no se puede hacer la sostenibilidad de los nutrientes en el suelo, lo cual deteriora la fertilidad natural de los suelos. —¿Es reversible este proceso?
—Sí, lo que cuesta mucho más es la incorporación de carbono, que se logra con los rastrojos de las gramíneas, o sea hacer trigo y dejar la paja luego de que se cosechó el grano, o cosechar el maíz y el sorgo y dejar el rastrojo. La falta de carbono es el gran deterioro de nuestros suelos, además de la caída en los niveles de fósforo –que es lo que se aporta todos los años al momento de la siembra de la soja. A esto hay que sumarle la degradación por erosión, porque el suelo queda totalmente descubierto durante el invierno. —¿Qué nivel de pérdida de variedad se ha provocado?
—Al volcarse a la soja el rubro ganadero se fue dejando por muchos años, aunque ahora la hacienda vale porque hay menos. El año pasado el trigo llegó a ocho pesos. La ganadería quedó durante muchos años con precios muy bajos, la gente dejó de producir y se fue hacia algo más rentable, o siguió pero perdiendo plata. Hoy estamos desprovistos de praderas respecto a cuando había precios interesantes. En el sector lechero, tal vez los litros siguen siendo los mismos pero con muchísimos menos tambos. Las superficies chicas quedaron para soja, con suelos sin rotación y deterioro.
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Así lo expresó Domingo Possetto, secretario de la seccional Rafaela, quien además, afirmó que a los productores «habitualmente los ignoran los gobiernos». Además, reconoció la labor de los empresarios de las firmas locales y aseguró que están «esperanzados» con la negociación entre SanCor y Adecoagro.

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